Dentro de las actividades de tutoría para este curso, programadas por los alumnos, Adrián Belaire nos ha escrito un relato, a propósito de Halloween.
Un nuevo mundo
Sonó
un golpe. Segundos después se escuchaban caer poco a poco cristales rotos sobre
mi pierna. El chasis del coche chirriaba y se balanceaba hacia delante y atrás tenebrosamente.
Intenté abrir los ojos pero, por más que pude, tan solo vi un agujero al que
estaba a punto de caer. El último sonido que recuerdo es del techo del coche
caer sobre mi dolorido cuerpo. Y luego, dolor, mucho dolor, y la invitación a
un profundo sueño...
Desperté
en un sitio desconocido. Me preguntaba constantemente dónde estaba, pero era
una pregunta absurda, sin respuesta. Me encontraba en solitario. Miré a mi
alrededor, asustado. El paisaje oscuro y siniestro se abalanzaba sobre mí como
un león
se abalanza sobre su presa. Me sentía preso de aquel lugar, un lugar frío,
oscuro y diabólico. Un lugar donde no había más escapatoria que allá donde me
llevase el destino.
Lentamente,
me levanté. Tenía frío, me encontraba apenas sin ropa.
Miré
cuidadosamente al húmedo suelo, un suelo también siniestro y oscuro. El suelo
estaba tan húmedo y mojado como la hoja de un árbol en pleno invierno. Mis
descalzos pies se incrustaban pausadamente sobre la negra hierba, a la vez que
respiraba profundamente, intentando tranquilizarme.
Miré
hacia el horizonte: oscuridad y eternidad. Estaba condenado de por vida a eso.
Di una vuelta sobre mí mismo y todo el paisaje era igual de terrorífico. No
había nada más que oscuridad, triste oscuridad. Me seguía preguntando a
cada momento dónde narices estaba. No sentía, no entendía, no sabía ni si
vivía. Lloré, pensando inútilmente que las tristes lágrimas que rozaban
cuidadosamente mis mejillas fuesen a ayudarme en algo. Pronto me di cuenta que
sollozar no tenía sentido. Nada en aquel sitio donde quiera que me encontrase
tenía sentido.
Empecé
a andar hacia ningún lugar, como aquel marinero que navega hacia el horizonte
sin rumbo alguno. Mientras paseaba, observaba pensativo mi siniestro alrededor.
Miraba atentamente los árboles, unos árboles que parecían tristes, como si algo
tan fuerte como la muerte les hubiera arrollado y pisoteado sin piedad alguna.
Tras
los árboles, se escondían algunos búhos. Búhos tan negros como el carbón y tan
aterradores como el dichoso mundo donde me hallaba, Fijé mis ojos en uno de
estos y lo observé durante un largo período de tiempo.
Al
volver mi vista hacia el frente, algo me sorprendió de cara. Tenía a pocos
centímetros de mi asustada cara a una chica un tanto diabólica. Iba encapuchada
y vestida con una ropa que le cubría todo el cuerpo menos el rostro, un rostro
serio y oscuro. Sus ojos eran negros, como si la noche les hubiese teñido.
Sentía
cómo su respiración golpeaba cada parte de mi cuerpo. Sentía, una vez más, cómo
su aliento era un aliento
frío y malvado. De pronto, me sonrió. Parecía una sonrisa sacada del infierno.
Aterrorizado,
me di la vuelta y empecé a correr hacia un horizonte desconocido. No perdía de
vista a la chica que me sorprendió hace unos segundos y que ahora me perseguía
sin esfuerzo alguno.
Cuando
volví la vista al frente, había tres chicas más rodeándome. Todas eran iguales:
mismo aspecto, mismo rostro y misma ropa. Me paré en seco, aterrorizado.
De
repente, una de ellas sacó un cuchillo y, con una sonrisa que le cubría toda la
cara, se acercó a mí. Las demás chicas me sujetaban sin ejercerme fuerza
alguna.
Momentos
después, sentía cómo el brillante cuchillo se incrustaba lentamente en mi
vientre. Pero no sentía dolor, me estaba volviendo loco. Caí de rodillas al
suelo y, chillando, observé cómo mi cuerpo se desintegraba poco a poco.
Inmediatamente,
desperté. Me encontraba en una cama tumbado, en un hospital. Al parecer, había
estado en coma durante un día tras un accidente de coche. Respiré, aliviado.
Me
levanté hacia la ventana para ver el mundo real, mi mundo.
Pero
mi sorpresa fue aún mayor cuando, al mirar a la deshabitada calle, vi en la
acera a la chica tenebrosa que me quiso matar en otro mundo. Me miró y, acto
seguido, me esbozó una de sus sonrisas que tanto me habían aterrorizado antes.
Bajé mi vista hasta su mano, donde sostenía, sangriento, el cuchillo con el que
me había apuñalado,
Ya
no sabía lo que era ficticio y lo que era real. Tan solo sabía que la locura se
había apoderado de mi cuerpo, o no.
ADRIÁN
BELAIRE NEUROTH
4º B ESO
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